El Tibet
ha sido un país que a lo largo de los años ha sufrido numerosas invasiones por
parte de sus vecinos.
En 1949, China invadió el Tíbet. Fue el fin del esplendor de la civilización clásica tibetana: siglos de cultura budista fueron casi llevados a la extinción.
Diez años después, el Dalai Lama, líder espiritual y temporal del Tíbet, huyó al exilio en India, seguido por más de 100 mil tibetanos.
Un sexto de la población, 1.2 millones de personas murieron como consecuencia de la ocupación militar, víctimas de
enfrentamientos, hambrunas, ejecuciones y campos de trabajo forzado.
La ocupación llegó acompañada de políticas destinadas a destruir la identidad y la forma de vida tradicional tibetana.
Más de 6,200 monasterios, corazón de la herencia cultural y espiritual del país, fueron destruidos.
La gran mayoría de sus invaluables tesoros artísticos y literarios han sido quemados o saqueados.
La política de transferencia de población china a la zona, ha convertido a los tibetanos en minoría dentro de su propia tierra, trabajando al servicio de los nuevos migrantes.
Esto, aunado a la continua violación de los derechos humanos, obliga a los tibetanos a huir de su tierra natal, arriesgando su vida al cruzar la fría cordillera del Himalaya.
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