Vencido por la edad y la salud, pero sobre todo por el Vaticano, Benedicto XVI volverá a ser Joseph Ratzinger.
En una decisión histórica, cuyos precedentes hay que buscarlos siete
siglos atrás, el Papa alemán anunció este lunes su renuncia al
pontificado, que quedará vacante a partir del 28 de febrero. “Para
gobernar la barca de san Pedro y anunciar el Evangelio”, dijo en latín,
por sorpresa, durante una ceremonia de canonización en la Santa Sede,
“es necesario el vigor tanto del cuerpo como del espíritu, vigor que en
los últimos meses ha disminuido en mí de tal forma que he de reconocer
mi incapacidad para ejercer bien el ministerio que me fue encomendado”.
Uno de los presentes, Angelo Sodano, decano del colegio cardenalicio,
resumió en una frase la congoja que se abatió sobre Roma: “Santidad,
amado y venerado sucesor de Pedro, su mensaje ha caído entre nosotros
como un rayo en cielo sereno”. La expresión, queriendo ser hermosa, no
se ajusta a la realidad. El papado de Benedicto XVI ha estado
caracterizado por las luchas internas del Vaticano para contrarrestar
sus intentos —no por tardíos menos tajantes— de limpiar la Iglesia de
clérigos pederastas y banqueros corruptos. La filtración masiva de sus
documentos privados es un ejemplo. Y otro, muy revelador, la manera de despedirse.
Ratzinger, de 85 años, se marcha como vivió, solo. Decidió proteger su
secreto hasta el último día, temiendo quizá que se lo robaran.
Hace un año, cuando las filtraciones de los documentos privados de
Benedicto XVI sacaban a la luz un día sí y otro también las miserias de
los hombres de Dios, alguien recordó que, en 2010, con motivo de una
larga entrevista concedida al periodista alemán Peter Seewald para el
libro La luz del mundo, Joseph Ratzinger advirtió: “Cuando un
Papa alcanza la clara conciencia de que ya no es física, mental y
espiritualmente capaz de llevar a cabo su encargo, entonces tiene en
algunas circunstancias el derecho, y hasta el deber, de dimitir”. En el
verano de 2012, con la detención de Paolo Gabriele, su mayordomo,
acusado ser el autor material de la sustracción de la correspondencia
papal, Benedicto XVI sufrió otro duro revés, que se venía a unir, en el
intervalo de unas horas, al despido fulminante de Ettore Gotti Tedeschi,
el presidente del Instituto para las Obras de Religión (IOR). Si
Gabriele —el hasta entonces fiel Paoletto— era quien desde hacía seis
años lo ayudaba a vestirse y a desvestirse, le servía el desayuno y lo
acompañaba en sus desplazamientos, el banquero Tedeschi —eliminado sin
derecho a réplica ni honor por altos miembros de la Curia— era la
persona elegida personalmente por Ratzinger para intentar limpiar la
banca del Vaticano. Aquel verano, Ratzinger se fue a Castel Gandolfo más
solo de lo que jamás estuvo ningún Papa. El representante de Dios en la
tierra era en realidad un hombre anciano y enfermo, “un pastor rodeado
por lobos”, en expresión de L’Osservatore Romano.
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